(APe).- La sala era enorme. Ruidosa. Ella
no entendía qué pasaba. Por qué estaba ahí. Había carteles que ella no
podía leer. Voces fuertes. Una especie de mostrador alto con hombres de
traje atrás. Y mucha, mucha gente. Ella no entiende las palabras del Código.
Ella sólo sabe que hace un año y medio que está presa, que le arrancaron
del pecho a su bebé de tres meses, que la acusan de abandono doblemente
agravado a su niña de tres años, que no vio más a sus once hijos vivos, que
todavía siente en sus brazos el peso del cuerpito duro, muerto de
desnutrición a la vera de la ruta donde nadie paró para llevarla al
hospital, donde ella “con las manos” hizo un pocito y la enterró, porque
qué sentido tenía volver al rancho otra vez con Carolina muerta, si no
había podido llegar al Hospital con ella viva, al Hospital que está a 25 kilómetros de
su casa donde no llega nada. Ni la vida ni el socorro ni el Estado. Que sí
llegó para ponerla presa porque es tan feroz, María Ovando, que hubo que
dictarle prisión preventiva porque se podía fugar. Cargando niños al
hombro, los brazos destruidos por picar piedras y las piernas ulceradas por
la tarefa, se iba a fugar María Ovando.
Se asustó y no quiso estar más en esa sala. Con ese ruido y esa gente de
cejas en V que le decía asesina y abandonadora de niños. Al primer día del
juicio María lo pasó en la oficina de al lado.
El doctor Eduardo Paredes escuchó la declaración de los dos médicos.
“Dijeron haberla visto en estado de gravidez avanzada, sin ningún tipo de
control. No tuvo un control en su vida. Vieron que los hijos tenían
desnutrición y bajo peso”, relató a APe el abogado defensor de María.
“Le dijeron que tenía que ir a un Cap, que es un centro de atención
primaria. El más cercano está a diez kilómetros. El otro a 25”. Pero los médicos
dejaron en claro que María no había sido capaz de llevar a sus hijos al
Cap. No había registros de que hubieran sido atendidos en un Cap. No le
hubiera costado nada a María caminar diez o veinticinco kilómetros con los
niños colgados del cuello y la cintura. Al Estado le cuesta tanto acercarse
a la gente olvidada, a la que ni figura en sus mapas. Es que la gente
olvidada se empeña en vivir demasiado lejos de los hospitales. Y no llega
viva.
Los médicos –sigue Paredes- “fueron porque la habían visitado promotores de
la salud del programa Hambre Cero”, que fue el programa que puso en marcha
el gobernador Maurice Closs cuando se le empezaron a morir de hambre los
niños como mosquitas. Cuando descubrió de pronto que tenía seis mil chicos
desnutridos en Misiones caminando por la fina línea entre la vida y la
muerte. El nombre del programa es, indudablemente, fruto del ingenio más
febril. Hambre Cero donde la gente muere por hambre. Una magnífica ironía
del Estado que, además del abandono doblemente agravado (por muerte y por
Estado) de Carolina Ayala y otros miles de niños, busca reírse un poco para
pasarla mejor.
“No saben de qué murió la nena –dice Paredes a APe que dijeron los médicos
al Tribunal-; tal vez tenía alguna enfermedad agregada. Cuando les
preguntaron ellos dijeron que no había desde el Estado ningún protocolo
para actuar ante familias en riesgo o niños en esta situación. Ninguna
instrucción”. Además “los chicos no tenían documentos ni recibían la
asignación universal. Cuando les dan alimentos lo hacen como una dádiva. No
a partir de un programa ni plan”.
María había parido su primer hijo a los 14 años. Su madre la había dejado y
la conoció recién cuando ella tenía once. Cree, porque tampoco tiene
documentos. Trabajó cortando la hoja de la yerba mate. Picando la piedra en
una cantera. Pudo cobrar unos bonos de 170 pesos por mes por la piedra
picada. Mucho esfuerzo, demasiado, para tan poca plata. En casa los chicos
“no veían una proteína jamás”, dijo Paredes a APe que dijeron los médicos
al Tribunal. “Puro carbohidrato, la comida diaria era una mezcla de harina
con grasa y huevos”.
Al Estado le quedaba demasiado lejos la casa de María para hacerse un rato,
ir y ayudarla. Eso sí, fue rápido e eficiente para meterla presa. Ahí sí
estuvo la policía. Y el fiscal de la causa, Federico Rodríguez, que asegura
que “María Ovando le arrancó el derecho a la vida” a la nena. El Estado –la
justicia, la policía, el poder político, el ministerio público, los
gobernadores, los presidentes, el hospital, el registro civil, la
secretaría de turismo y el ministerio de desarrollo de Misiones- le
arrancaron el derecho a la vida a María, a la madre de María, a sus hijos y
a decenas de miles de Marías y parientes numerosos que han nacido y muerto
tiznados de tierra roja. Nadie los sentó ante un Tribunal que les diga
asesinos y los amenace con veinte años de cárcel.
El fiscal prefiere tomar una historia individual, descontextualizarla,
descarnarla y centrarla en María. Determinar que era una mala madre, que no
alimentaba a sus hijos, que no los llevaba al hospital y que es ella -y
sólo ella- la culpable de todos los males del mundo, desde el pecado
original en adelante. El abogado defensor respira hondo y aclara. “Más allá
de los errores que pudo haber cometido María con respecto de sus hijos, el
tema central no es ella, el tema central es ver en qué condiciones se vive
en Misiones la pobreza estructural, y ese es un tema que hay que abordarlo
y no pasa por un proceso Penal”.
Por ejemplo, María no cobraba la Asignación (¿Universal?) por ninguno de
sus doce hijos. No existían los niños. Sin documentos, viviendo apenas por
fuera de un caserío de El Dorado, primero en una casa de lona y después en
una de madera con chapas, no fueron visibles para nadie. No existían para
el Estado. Hasta que el Estado criminalizó a la madre.
Y de reprente aparecieron todos en un espejo vergonzante donde la Justicia
viene a desplegar su Código absurdo para condenar el abandono. A un
abandono doblemente agravado. Cuatro veces agravado: por ser el Estado. Por
ser doce niños sin AUH. Por ser mujer (su compañero huyó con las
pertenencias de la familia y nadie lo persiguió). Por ser pobre.
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