Imagen de un genocida: Jorge Rafael Videla, argentino. |
/ Sábado 18 de
mayo de 2013
Murió un canalla. Un asesino serial. Un genocida. Un criminal. Un
culpable de muertes, torturas, exilios, prisiones, violaciones de mujeres,
madres sin hijos, hijos e hijas sin padres y madres, niños y niñas expropiados
en su identidad. Un fascista de esos que se dicen argentinos. ¿Qué hacer con
ese muerto? ¿Qué pedazo de tierra vamos a contaminar con sus desechables
restos? ¿Cuánto tiempo dedicaremos a escupir sobre sus palabras dichas en
nuestro mismo lenguaje? ¿Qué piquetes haremos en nuestro infierno para que no
pueda entrar?
Tendría que existir un no lugar para los tiranos. Una especie de
basurero de la historia en el que no haya riesgo de reciclaje. Un lugar donde
no tengamos que volver a encontrarlos jamás. Donde ellos definitivamente no
estén… entre nosotras y nosotros. Cuando ya por suerte no respiran e infectan
nuestro mismo aire, cuando ya no largan su pútrido aliento sobre el oxígeno que
nos mantiene vivas… habría que inventar un no espacio para ellos.
Pero sospecho que no. Que ese no lugar no existe. Sospecho que
seguirán ensuciando nuestras noches con pesadillas. Sospecho que todos lo “no”
que me salen en este texto, son voces escapadas de nuestro espanto.
El canalla murió en la cárcel. Algo es algo, me digo. Pero se llevó
pruebas y silencios a su tumba marmolada.
No voy a nombrarlo, me digo. No voy a contaminar mi texto. No quiero
compartir ya nuestro lenguaje con el suyo. Es que las palabras no pueden
significar lo mismo para ellos y para nosotras. No significan lo mismo, digo.
Pero tal vez sí. Tal vez haya que decir que su apellido es un insulto
para la humanidad. Que los niños y niñas que hoy están naciendo, debieran saber
algún día, que de las entrañas de una argentinidad fascista que nos espanta,
nacieron tantos videlitas que dan asco y miedo… y que eso puede volver a
suceder, si no sabemos identificarlos. Que tal vez por eso una y otra vez hay
que marcarlos, señalarlos, escracharlos todos los días, si queremos quitarles
el poder sobre nuestras vidas.
El canalla murió en la cárcel, como corresponde. En una cárcel común.
Pero hay tanto fascista suelto. Y no hablo solamente de los dinosaurios viejos.
Hay tanto facho joven. Tanta desmemoria en territorios heridos de nuestra
historia cotidiana.
Me cuesta pensar que murió esa pesadilla. Porque la muerte finalmente
es parte de la vida. Y la vida es nuestra. El canalla se creyó dios, amo de la
vida y de la muerte… pero no. Ni dios ni el papa lo salvaron del final tan
ineludible. Murió en la cárcel me digo.
Y no habrá manera de quitarle las rejas de su cuerpo. Porque ni muerto
será perdonado. Y porque, aunque ensucie todo lo que toca, tampoco será olvidado.
Ni muerto.
Mientras el canalla se pudre en nuestra lastimada memoria… ahí
seguimos. En un caminar colectivo, tumultuoso, caótico, fértil. Vamos
encendiendo resistencias. 30000 veces 30000. Multiplicando rebeldías.
Desmalezando de fachos nuestros territorios. Sacándolos de todos los rincones.
Porque “a donde vayan los iremos a buscar”.
Y sembrando nuestro corazón en el camino. Amando definitivamente al
pueblo. Hasta la vida siempre.
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