Por Marcelo Colussi (mmcolussi@gmail.com)
Llegamos aquí “para servir a Dios
y a nuestro rey y señor, y procurar de ganar honra, como los nobles varones
deben buscar la vida, e ir de bien en mejor.”
Bernal Díaz del Castillo
(Siglo XVI)
“Los derechos establecidos, tanto
en las leyes nacionales como en los convenios internacionales de la OIT, son
sistemáticamente incumplidos en las fincas, incluso con la complicidad
estatal.”
CODECA (2013)
Guatemala fue
el primer país de Latinoamérica en tener una organización estatal de defensa de
los derechos humanos, un ombudsman. Ello no significó, sin embargo, que la
situación de los mismos mejorara sustancialmente en estos años: fue,
fundamentalmente, algo cosmético. Ahora el país acaba de ser el primero del
mundo en sentenciar a un ex jefe de Estado por delito de genocidio. ¿Qué
cambiará con ello?
Resulta
aventurado decir qué vendrá en el corto plazo. Lo cierto es que luego de la
condena al general Ríos Montt la sociedad en su conjunto se tensa, se pone al
rojo vivo. Quizá sin habérselo propuesto expresamente, este juicio coloca sobre
la mesa verdades de las que se habla poco, o nada. En estos momentos, sin dudas
con algo de sesgo, todo pareciera girar en torno a si hubo o no hubo genocidio.
Así planteadas las cosas, de esta forma tendenciosamente simplificada, la
cuestión se reduce a si el militar de marras está “bien” condenado, o no. Pero
la situación es mucho más compleja.
Aquello por lo
que se juzga y condena a José Efraín Ríos Montt es la expresión –sangrienta,
terrorífica– de una historia que ya lleva más de cinco siglos. El genocidio
ocurrido en la década de los 80 del siglo pasado (o si prefiere decirse: las
masacres, el exterminio de aldeas completas de campesinos indígenas pobres e
históricamente excluidos) fue la expresión de una lucha de clases histórica que
tuvo como protagonistas a una oligarquía inamovible y una masa de desposeídos,
constituida básicamente por indígenas mayas, que fue donde activó
fundamentalmente el movimiento armado.
Dicho de otra
manera: la guerra que enlutó al país alcanzando sus picos de mayor crueldad
durante la presidencia de facto de Ríos Montt fue la patentización de una
historia de profundas asimetrías socioeconómicas que arrancan con la conquista
española y se continúan sin mayores cambios hasta el presente. Tal como lo
expresa la Comisión para el Esclarecimiento Histórico en sus Conclusiones (CEH,
1998:7): “Si bien en el enfrentamiento armado aparecen como actores visibles el
Ejército y la insurgencia, la investigación realizada por la CEH ha puesto en
evidencia la responsabilidad y participación de los grupos de poder económico,
los partidos políticos, y los diversos sectores de la sociedad civil”. Dicho de
otro modo: esa oligarquía histórica conformada con los primeros españoles que,
como lo citado en el primer epígrafe, vinieron a estas tierras lisa y
llanamente a enriquecerse (a costa de los pueblos originarios, por supuesto),
queda definida con precisión por Vinicio Sic cuando habla de “empresaurios”:
“Eufemismo empleado para designar a aquella clase dirigente de la economía que
medró en medio de los privilegios y protecciones que le ofrecía una dictadura,
un gobierno militar o un títere presidencial, que hubo o existe en Guatemala.
Grandes abusadores, incapacitados para toda innovación o modernidad, codiciosos
del beneficio inmediato, destructores incansables del medio ambiente. (…)
Rechazan toda reforma del Estado que atente contra su statu quo. (…) Jamás
reconocen la existencia del pueblo maya; es más, lo sometieron a trabajos
forzados en sus fincas e impulsaron su exterminio, aniquilándolo y robándole
sus tierras y ahora su patrimonio natural”. Es decir: lo que denuncia el
segundo epígrafe.
Hoy día
Guatemala es una economía próspera. De hecho, la duodécima en volumen en
Latinoamérica, con un crecimiento interanual sostenido del orden del 3%. Los
tradicionales grupos de poder –herederos de esa historia de despojo que inicia
en el siglo XVI, siempre ligados a la agroexportación, hoy diversificados
también con nuevos negocios– siguen manteniendo inalterables sus privilegios.
Cuarto exportador mundial de azúcar (con 55 millones de quintales anuales),
primera potencia regional en exportación de etanol (con 265 millones de litros
anuales), gran productor mundial de palma africana (destinada al etanol),
además de paraíso para la inversión minero-extractiva de capitales
transnacionales y para el lavado de la narcoeconomía, en Guatemala hay mucha riqueza,
sin dudas… pero la canasta básica es 4,970.26 quetzales (637 dólares
estadounidenses), mientras el salario mínimo llega apenas a 2,421.75 quetzales
(US$ 310). De acuerdo a informes de Naciones Unidas, el 51% de la población
está por debajo del límite de pobreza. Pero lo más terrible es que, según datos
de una reciente investigación publicada por el Comité de Desarrollo Campesino
–CODECA– (“Situación Laboral de Trabajadores/as Agrícolas en Guatemala”) –de
donde proviene el segundo epígrafe– el 90% de trabajadores rurales recibe un
salario inferior al mínimo establecido por ley. Dato interesante que aporta
este estudio: en 609 fincas agrícolas (de las alrededor de 3,000 registradas a
nivel nacional) el 91% de jornaleros/as es de origen indígena, muchos de ellos
con escasa educación formal o abiertamente analfabetas. El Estado
históricamente jugó el papel de legitimador de esa situación (así como a veces
también lo hizo la jerarquía de la Iglesia católica).
¿Qué pasó
cuando se intentó modificar eso? Se reprimió brutalmente. El Estado
guatemalteco, defendiendo a capa y espada esa historia de despojo para que nada
se modifique un milímetro, salió a proteger a los “empresaurios”. Eso, lisa y
llanamente, fue lo que hizo el general Ríos Montt durante su presidencia como
comandante del ejército. O más aún: todo el conflicto armado de 36 años fue la
expresión de ello, enmarcado en la Guerra Fría que dominó la escena
internacional durante buena parte del siglo pasado. El general ahora condenado
no es el “malo de la película”: cumplió su tarea histórica, la que el
Estado-finca de Guatemala tiene reservada para quien empuñe sus armas.
¿Fue genocidio?
Extremadas las cosas, eso no es lo fundamental. Si se decide que no lo fue, tal
como ahora lo exige la derecha, los “empresaurios” y todas sus redes, ¿entonces
no pasó nada en el país? ¿Ríos Montt debería salir de prisión y habría que dar
vuelta la página? Lo que esta sentencia marca es un cambio en la historia
política: es un golpe a la impunidad consuetudinaria. Pero más allá de la
actual condena, el genocidio continúa. El genocidio cotidiano contra la
población indígena no se detiene, aunque hoy día ya no se realicen campañas
militares de “tierra arrasada”. Continúa con las inversiones mineras y la
agroproducción destinada al mercado internacional, con las condiciones de vida
paupérrimas, con la sobre-explotación.
¿Qué cambia
esta sentencia entonces? Da esperanzas. Como dijo Paulo Freire: “Rebelarse ante
los atropellos lleva implícito el cambio”.
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